Dos retratos regios: imágenes de la grandeza

Los caminos de la cultura son insondables. Pretendía escribir algo sobre la tecnología aplicada a las artes, sin saber por dónde empezar, cuando me salieron al paso los nuevos retratos regios creados, atendiendo a un encargo del Banco de España, por la afamada fotógrafa Annie Leibovitz. No sé si por darme tiempo a pensar o por coger carrerilla, decido empezar por el principio.
Los retratos de monarcas, y en general de personajes poderosos, son uno de los asuntos más serios de la historia del arte. Recordemos Babilonia o Egipto; en este último caso, la insólita voluntad de Akhenatón y Nefertiti de ser representados con crudo naturalismo por su retratista oficial, el escultor Tutmosis, tenía algo de trampa; al fin y al cabo, la reina era bellísima. Los griegos no fueron, hasta épocas tardías, partidarios del retrato: el hecho de que Alejandro prohibiese otras imágenes suyas que las pintadas por Apeles y las esculpidas por Lisipo puede significar tanto el aprecio hacia unos artistas concretos como un ejemplo temprano de control de la imagen por parte del poder. En Roma, la ecuación era muy sencilla: por mucho que al modelo se le hundiesen o inflasen las mejillas, le asomase la alopecia o se le abultase el cráneo, el rostro de mármol o bronce del correspondiente emperador coronaba indefectiblemente un cuerpo apolíneo, cuando no hercúleo. Y las mujeres poderosas hacían lo propio, obligando a que sus retratos fuesen acoplados a los cuerpos gloriosos de Venus o de Pomona.
En esto, la Edad Media fue más honrada, o quizá más neutra. En vez de alimentar el ego particular de cada reina o cada rey, lo que se hacía era ofrecer arquetipos de la majestad de los monarcas. Lo que importaba entonces no era tanto representar facciones concretas, sino cuidar aspectos como el atuendo o el marco arquitectónico, como pasa en tantas imágenes de reyes entronizados o rodeados de arquitecturas fastuosas; así aparece Alfonso X en algunas de las miniaturas encargadas a su scriptorium. En la pareja real del claustro de la catedral de Burgos no importan los rasgos (de hecho, ni siquiera está claro quiénes son), sino el gesto de ofrecimiento. Al reaparecer tardíamente el retrato, se descubrió ―igual que cuando se disipa de pronto la niebla― el verdadero aspecto de los reyes de carne y hueso: así, como un hombre normal disfrazado, aparece Carlos V de Francia en la escultura que se conserva en el Louvre. Sólo el respeto que inspiran las tumbas permitió empezar a exponer crudamente los rasgos faciales, incluso los menos agraciados.
¿Qué decir de la Edad Moderna? El museo del Prado está nutrido en buena parte por esas imágenes de aparato, creadas por los mejores artistas, ya que el puesto máximo al que se podía entonces aspirar era el de pintor del rey. Hay personajes que logran caernos bien, como ese Felipe IV al que, al menos, debemos una labor inmensa en el patrocinio de las artes; otros aún rechinan, por ejemplo, el incompetente Felipe III o, aún peor, su valido, el corrupto duque de Lerma, a quien ni siquiera los pinceles de Rubens logran rescatar de su trasfondo de ignominia. En pocos retratos áulicos como en el de este último es más notoria la tramoya, como en esas instantáneas fotográficas antiguas donde salta a la vista que las amplias perspectivas de los fondos son, en realidad, telones pintados. La verdad iba, pese a todo, abriéndose paso: el boato de las tumbas regias que llenan las naves de la abadía de Saint Denis queda rebajado al advertirse que bajo las espléndidas figuras orantes, vestidas con el máximo lujo, están las mismas figuras, pero desnudas y ajadas; y entre las pinturas de las viejas cortes europeas hay imágenes (en esto, Carreño de Miranda fue maestro) que traslucen una tristeza y grisura mucho más reales que la habitual pompa de alegorías y cortinajes.
Nada sería igual (o nada debiera haber sido igual) tras el paso por el mundo de un gigante: Francisco de Goya. El artista aragonés no se negó a retratar a los poderosos, como hubiese hecho, protestón, un artista actual. Él decidió algo mejor: plasmarlos tal y como eran. Por eso es imperdonable lo que hizo siglo y medio más tarde Ignacio Zuloaga con el dictador, un retrato capaz de ensombrecer la trayectoria del gran pintor vasco. No por retratar a Franco, sino por idealizarlo; no por reproducir su imagen, sino por ensalzarla. Al fin y al cabo, desde hacía muchos años ya estaba ahí la fotografía para testificar (a veces, en contra de lo que se veía en las pinturas coetáneas) el verdadero aspecto de los próceres: las miradas vacías, los defectos físicos, incluso la evidente falta de higiene.
Llegados por fin al mundo actual, y sin salir de nuestro país, vienen a la mente los simbólicos retratos de los llamados “padres de la Constitución”, que acertadamente se apartaron de los modelos al uso para inclinarse por la discreta grisalla: creo que todos podríamos reconocer el acierto de llevar a cabo los retratos oficiales de la naciente democracia huyendo de la prosopopeya, con fondos ocres apenas resaltados con algunas luces y sombras, como hizo Hernán Cortés Moreno al crear esta estupenda serie.
Fuera de excepciones como esa, es normal que la fotografía acabase reclamando su papel natural como medio para crear retratos, a un nivel artístico que no tiene nada que envidiar al de algunas pinturas del pasado. Lo más difícil era prever, a estas alturas, que la fotografía fuese el punto de partida para ―tomando prestados recursos de la pintura o en connivencia con ella― dar como fruto los últimos, y sonados, fracasos artísticos. El primero es el famoso (y demorado) retrato de la familia real de Antonio López, una pintura que apenas puede ocultar lo que realmente es: la copia, exenta de creatividad, de una serie de fotos recortadas e inconexas. No es extraño que esta obra haya motivado cierta desconfianza hacia la pintura, y que por ello los reyes actuales eligiesen la fotografía, supuestamente más objetiva, para sus retratos oficiales.
La célebre y multipremiada Annie Leibovitz parecía la mejor elección como nueva retratista de corte (al fin y al cabo, es experta en retratar a la llamada nobleza hollywoodiense); pero para que una fotografía mantenga con dignidad una tradición procedente de Anguissola, Velázquez, Ranc o Goya no basta con imprimir la imagen a gran tamaño y en sendos lienzos. Se ha hablado mucho de las distintas poses de los reyes en esas fotos (oficial él, glamurosa ella), pero no del escaso dominio de los códigos estéticos que se intentaban emular. Si se pretende dotar a un retrato de la majestad propia del barroco no basta con que las telas parezcan flotar en el espacio, que la luz entre de costado y que al fondo se vean las molduras del salón Gasparini del palacio Real de Madrid: en unas imágenes tan caras y tan trabajadas (y que serán las que llegaron al final, entre cientos que irían siendo descartadas), ¿cómo es posible que aparezcan errores que jamás veríamos en un cuadro? Los pies del rey están prácticamente cortados por el borde inferior del marco, y en ambos las paredes del salón se encuentran inclinadas, como si estuviese ocurriendo un terremoto. Si, solapadamente, se quería representar a una institución tambaleante, sea; pero no creo que fuera esa la intención de los clientes ni de la fotógrafa, que a lo mejor ha querido, simplemente, jugar a un juego que no domina.
Lo que más me ha gustado del asunto es cierta coincidencia: mientras se presentaban en Madrid los dos enfáticos (y torcidos) retratos, en Barcelona llevaba unos días exhibiéndose una selección de fotografías de Henri Cartier-Bresson. En esas imágenes en blanco y negro, con niños en alpargatas jugando entre casas en ruinas, descubre uno la verdadera grandeza de la vida.
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