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La magia de la ‘Vieja Montaña’

La magia de la ‘Vieja Montaña’

Describe la felicidad. ¿Lo tienes? Pues eso es lo que sentí yo el día que visité Machu Picchu, ya hace unos años, en uno de los viajes más emocionantes de mi vida. Antes de iniciar mi relato, me gustaría dar unos apuntes biográficos que creo que ayudarán a entender la importancia que para mí tuvo esta gesta. Soy historiador del arte y periodista de formación; curioso insaciable y viajero empedernido por vocación. Y por si fuera poco, también soy hijo de un matrimonio mixto, entre una peruana y un gallego. ¡Cómo no iba a estar Machu Picchu entre mis sueños de aventurero! 

Yo llegué a la “Vieja Montaña” -eso significa Machu Picchu en quechua- haciendo un tramo del Camino Inca. Solo una pequeña parte, por cuestiones de logística, pero lo suficiente para entender la grandeza de lo que estaba por venir. Rodeada de una espesa vegetación y una niebla densa, que se puede cortar con cuchillo, la ciudad perdida de los incas aparece como un espectro ante tus ojos y, por mucho que lo hayas visto en revistas y reportajes de televisión, es un lugar único. Icónico, diría yo. No solo es una maravilla arqueológica, sino que también es un testimonio de los logros de los incas en términos de arquitectura, ingeniería y relación con el entorno natural. 

Todas estas cosas le valieron la declaración de la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad en 1983 y que hoy en día se le considere como una de las "Siete Maravillas del Mundo Moderno". Sinceramente, no es lo que ves una vez llegas allí, es la pregunta de “¿Cómo han conseguido traer todo esto hasta aquí?”. Hasta un lugar tan remoto, en medio de la inmensidad de los Andes. Es que no os hacéis idea del tamaño de esos bloques de piedra, que se engastan como un auténtico rompecabezas sin necesidad de emplear mortero ni herramientas de metal. ¡Una auténtica proeza humana! 

Otra de las preguntas que te asaltan es “¿Y cómo ha podido aguantar el paso del tiempo de una forma tan extraordinaria?”. Está claro que, que por un cúmulo de circunstancias: su aislamiento geográfico, el abandono de los incas, el desconocimiento durante la época colonial y unas condiciones climáticas excepcionales que favorecieron su preservación. El resto de la historia, nos la sabemos casi todos ¿no? Machu Picchu se mantuvo en el olvido hasta que fue "descubierta" -por lo menos para el mundo occidental- en 1911 por el estadounidense Hiram Bingham y la Universidad de Yale. Yo soy más de la creencia de que su verdadero descubridor fue, unos años antes, el campesino peruano Agustín Lizárraga, aunque esa es ya otra historia... 

Sea como fuere, caminar por los senderos empedrados de Machu Picchu, pensando en todas estas cuestiones, es un momento único en el que te sientes en comunión entre la naturaleza -abrumadora y salvaje- y el esfuerzo titánico de los hombres por dominarla y rendirle homenaje. Retrotraerte a la época inca puede ser más difícil, pero recorrer cada templo, cada plaza y mirador creyéndote un explorador de principios del siglo XX. ¿A quién no le gustaría? 

Las respuestas a todas estas incógnitas quizás las tengan las herederas de otros de sus antiguos habitantes, las simpáticas llamas peruanas que campan a sus anchas entre las verdes terrazas de la ciudadela. Yo, por si acaso, no dudé en buscar la complicidad de una de ellas y retratarme en un simpático selfie con el camélido; por cierto, uno de los emblemas del país. Es la foto que más me gusta de un viaje en el que fui inmensamente feliz y despertó en mí una obsesión por una cultura y una civilización como hay pocas en este mundo. Esa es la grandeza de los viajes bien hechos, que no son una sucesión de visitas, sino una experiencia que deja huella, despierta tu curiosidad y te recuerda que aún existen lugares capaces de hacernos soñar. 

No me cansaré de repetirlo: Perú es único. Perú es mágico. 

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Un artículo de Jaime García Prado
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