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Mito o ciencia: a propósito de dos enigmáticos capiteles románicos

Mito o ciencia: a propósito de dos enigmáticos capiteles románicos

Si hay algo que caracteriza en ocasiones a la iconografía románica es el lenguaje críptico en el que se manifiesta. En este sentido, es relativamente habitual encontrarse con imágenes desconcertantes y enigmáticas para las que no tenemos una explicación coherente. Este es el caso de una escena representada en dos capiteles románicos de la provincia de Burgos en los que se funde
el mito con la ciencia.

En el interior de las iglesias de Santa María de Siones y Santa María de Fuente Úrbel, se conservan dos capiteles figurados con una decoración tan singular que los hace únicos en el románico español y, que sepamos, también en el europeo. El de Siones, parcialmente mutilado, decora una de las arquerías del muro sur del presbiterio y muestra a un personaje que sujeta con unas grandes tenazas un objeto hacia el que dirige su pico una gran ave situada al lado.

Una escena muy similar, pero con mayor desarrollo, es la que adorna un capitel doble ubicado en la arquería que recorre el hemiciclo absidal de la iglesia de Fuente Úrbel. En este caso, muestra una imagen que parece transcurrir en una fragua, con un personaje sedente que porta unas enormes tenazas de herrero con las que sujeta un objeto informe sobre el cual se dispone a golpear con su martillo un segundo personaje colocado de pie. Lo curioso y desconcertante a primera vista es, de nuevo, la figura de una gran ave que picotea el objeto sobre el que trabaja el herrero al tiempo que defeca en un caldero colocado tras ella. En torno a sus patas lleva una especie de cinta o correa que da a entender que el animal se encuentra en cautividad. ¿Qué puede representar tan asombrosa escena? La explicación la encontramos en dos fuentes diferentes: por un lado, en el pasaje de una saga nórdica y, por otra, en una leyenda o mito en torno a los avestruces que circuló tanto por Oriente como por Occidente a lo largo toda la Edad Media. Vayamos por partes.

La saga de Thidrek forma parte de un ciclo narrativo de origen nórdico o centroeuropeo que tiene como protagonista al rey ostrogodo Teodorico el Grande (o de Verona). Este relato se puso por escrito en el siglo XIII, pero circulaba desde mucho antes en la tradición oral. Fue tal su éxito que se adaptó a diferentes lenguas de ahí las distintas versiones de su nombre, como el nórdico Thidrek o el alemán Dietrich von Bern. Uno de los pasajes narra cómo el herrero Wieland (Weland, Wayland, Welend, Völundr…) fabricó una espada de cuyo resultado final no quedó satisfecho, motivo por el que la limó hasta reducirla a polvo. Luego mezcló las limaduras con harina e hizo una especie de tortitas con las que alimentó a unas aves a las cuales había tenido en ayunas durante tres días. Con los excrementos libres de escoria forjó una nueva espada mucho más sólida y resistente. La llamó Mimung o Mimming. Es curioso como este nombre de Wieland, Weland o Wayland derivó en el francés Galant, artífice de las espadas de Oliveros y Carlomagno.

Este episodio no parece que haya tenido una repercusión significativa en la iconografía románica. Es más, en las manifestaciones artísticas de la Edad Media no conocemos ninguna obra en la que se represente tal hecho de forma tan explícita como en
los dos capiteles burgaleses, sobre todo en el de Fuente Úrbel. Solo la arqueta Franks (Museo Británico de Londres), fechada en
la primera mitad del siglo VIII y custodiada hasta la Revolución Francesa en la iglesia de San Julián de Brioude (Auvernia, Francia), muestra en su cara frontal un pasaje de esta saga en el que aparece el herrero Wieland con tres aves. Se ha interpretado como la caza de estos animales para proveerse de plumas con las que fabricar un artefacto volador con el que escapar de su cautiverio (Amy L. Vandersall, «The Date and Prove- nance of the Franks Casket», Gesta, Vol. 11, nº 2 (1972), pp. 9-26). Sin embargo, es posible que tal representación haga referencia a las aves que utilizaba en su herrería. Visto lo que se narra en la saga cabe preguntarse si hay algún animal que pueda digerir el hierro y no perezca en el intento. El Fisiólogo griego y algunas versiones del bestiario medieval dotan de esa virtud al avestruz. En varios de estos compendios se atribuye a esta ave la capacidad para ingerir el hierro, hasta tal punto que desde el siglo XII y hasta bien entrada la Edad Moderna uno de los atributos con los que se representa a este animal es una herradura o un clavo en su pico, tal como puede verse en muchas miniaturas de la época. Sirvan como ejemplos la ilustración del f. 14r de una versión del Roman de Renart, de finales del siglo XIII custodiado en la Biblioteca Nacional de Francia (BnF, Fr. 1581, fol. 14r) y otras de los siglos XV y XVI recogidas por Thierry Buquet en uno de sus artículos (Fact Checking: Can Ostrisches Digest Iron? Medieval Animal Data-Network, (blog on Hypotheses.org), 2013. [On line] http://mad.hypotheses.org/131): el Tratactus de Herbis, del siglo XV (British Library, Londres) y el Tudor Pattern Book, ca. 1520-1530 (Bodleian Library, Oxford). En el caso hispano, Ignacio Malaxeverría (Fauna fantástica de la Península Ibérica, San Se- bastián, 1991, p. 136) reproducía una imagen de un documento con el escudo del palacio de Larráinzar (Navarra) donde aparece un avestruz con una herradura en su pico.

Pero más clarividentes que los casos hasta ahora mencionados son dos miniaturas del siglo XIV, estudiadas también por Thierry Buquet. Una procede del llamado Queen Mary Psalter (British Library, Londres), datado en torno a 1310 y 1320, en el que
un personaje alimenta a un avestruz con herraduras y clavos. La otra forma parte de una versión de hacia 1357 del Pontifical de Guillermo Durando (Bibliothèque Sain- te-Geneviève, París) donde un hombre con turbante porta en una mano un manojo de clavos mientras que con la otra mantiene encadenado a un avestruz que lleva una herradura sobre su pico.

Esta creencia estuvo muy arraigada en la cultura popular, tanto en Oriente como en Occidente, y fueron varios los personajes que intentaron probarlo, a veces con poco éxito. En la primera mitad del siglo IX Al-Ğahīz, en su Libro de los animales, relata un experimento que habían llevado a cabo dos sabios. Estos dieron de comer a un avestruz trozos de hierro candente y unas tijeras. Lógicamente, el animal no superó la prueba y murió. Al-Biruni, en su obra Suma de conocimientos sobre piedras preciosas, escrita hacia 1040-1050, se hace eco de una tradición según la cual algunos pueblos centroeuropeos y de Asia cortaban el hierro en trozos, lo pulverizaban y se lo daban de comer a patos, de cuyos excrementos bien lavados obtenían el material para sus espadas. En el siglo XIV, Muham- mad Ibn Manglī, en un libro sobre la caza, indicaba que una espada forjada a partir de un metal pasado por el tracto digestivo de un avestruz era prácticamente indestructible.

Este procedimiento también caló en la cultura occidental. Brunetto Latini en su Libro del Tesoro, escrito hacia mediados del siglo XIII, señalaba que el avestruz es de naturaleza tan extraordinariamente cálida que se traga el hierro y lo digiere en su estómago. En la misma época Alberto Magno quiso experimentar con sus propios medios. En su De animalibus comentaba
que en varias ocasiones dio de comer hierro a unos avestruces, pero lo rechazaron y prefirieron ingerir piedras y trozos de huesos. El mito se perpetuó en los siglos siguientes y los experimentos continuaron con más o menos éxito. El viajero franciscano Walter von Guglingen, en su Itinerarium in Terram Sancta, escrito a finales del siglo XV, cuenta que en Alejandría consiguió que un avestruz se comiera un clavo en presencia de varios testigos. No se indica qué ocurrió con el animal.

Al igual que Alberto Magno, otros eruditos posteriores desconfiaron de este mito. Vannoccio Biringuccio, metalúrgico italiano, en su De Pirotechnia, publicada en 1540, se muestra escéptico ante la fama que al parecer tenía el acero de algunos pueblos de Oriente que lo obtenían a partir de las deyecciones de unos gansos a los que habían alimentado con una mezcla de limaduras de hierro y harina. En la misma línea se manifestó más tarde, a mediados del siglo XVII, sir Thomas Browne en su obra Pseudodoxia Epidemica: Or, Enquiries Into Commonly Presumed Truths. Todavía en los siglos XVII y XVIII se intentó llevar este método a la práctica en algunos zoológicos, o en la mismísima Torre de Londres, con funestos resultados para los pobres avestruces.
La popularidad de esta tradición o leyenda se mantuvo hasta el siglo xx. En las décadas de 1930 y 1940 algunos metalúrgicos de la Alemania nazi hicieron ensayos con limaduras de hierro mezclados con excrementos de ave que permitieron que el hierro capturase carbono y por tanto se transformara en acero, al tiempo que también absorbía nitrógeno con lo cual se producía una nitruración que aumentaba su consistencia. Investigadores de las décadas de 1950 y posteriores han incidido sobre el mismo fenómeno, aunque sin resultados concluyentes (Paweł Kucyera, «Metal, swords, and birds. A myth spanning time, place, and cultures», Fasciculi Archaelogiae Historicae, 30 (2017), pp. 53-58).

Así pues, si los excepcionales capiteles de Siones y Fuente Úrbel aluden al episodio de la saga descrito más arriba o si el gran ave representado es un avestruz, ¿qué simbolismo se dio a esta escena para justificar su ubicación en el interior de estas iglesias?, ¿cómo llegó hasta aquí una tradición o leyenda forjada en tierras tan lejanas? De momento no hay respuestas, pero la investigación continúa.

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Un artículo de Pedro Luis Huerta
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